| jueves, 3 de julio de 2008 | 0:36



LA CONCIENCIA MUNDIAL DEL CANADÁ


Yo no sé qué pensaría Margaret Atwood de las actuales polémicas patrias sobre los miembros y miembras, los teléfonos para canalizar la agresividad masculina o la pretensión de poner en marcha bibliotecas por y para mujeres de nuestra ministra de Igualdad, Bibiana Aído, pero lo cierto es que ella ha sido, aparte de la canadiense que más papeletas tiene para ganar el Nobel de literatura, una de las Lilith más activas de nuestro tiempo, entendiéndose a Lilith bíblicamente, es decir, como la primera feminista enfrentada al primer yugo machista-paternal: el de Yahvé. Pero quizás su defensa no sólo de esa, sino de todo tipo de causas, políticas, sociales, religiosas, económicas… no sean más que notas a pie de página de lo que realmente nos interesa: su literatura.
Porque esta novelistapoetaensayistacríticaarticulista traducida a decenas de idiomas ha sabido universalizar a la perfección la experiencia local de su país, Canadá, que alguien definió como demasiada geografía y demasiada poca historia. Unos mitos basados en la lucha contra la naturaleza, en la supervivencia, y en el asombro que ese mismo medio, hostil la mayor parte de las veces, provoca en sus habitantes. Aguda, irónica y extremadamente meticulosa a la hora de crear las estructuras de sus novelas, utiliza una mirada transversal para sacar petróleo de esos traumas y fantasmas nacionales y proyectarlos al mundo.
A sus setenta años, Margaret Atwood no teme por la literatura, porque afirma que leer es como la energía: ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Se leerá de otra manera, dice, pero se leerá. Y siempre ha defendido que el entretenimiento no excluye el pensamiento profundo, así como que la escritura debe ser como un cristal, desdeñando los eufemismos y todo lo sesgado, algo que ella aplica a su obra de una forma clarividente, penetrante y desinhibida. El cuento de la criada, Los diarios de Susanna Moodie, Ojo de Gato, Resurgir, Doña Oráculo, Alias Grace, El asesino ciego… Si hubiera que etiquetar todas estas obras en alguna generación, habría que hacerlo en la de las mujeres novelistas del Canadá postcolonial como Margaret Laurence, Mavis Gallant o Alice Munro, aunque a ella seguramente le daría un yuyu si leyera estas líneas, ya que siempre ha huido de todo cliché teórico o doctrinario que intente taxidermizar la literatura.
Debemos felicitarnos pues de que este galardón, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, haya recaído en Margaret Atwood, porque premia a la verdadera literatura, es decir, a la que no tiene comienzo y que tampoco tendrá un final, a la que huye de la grandeza aunque sea grande, a la que pone la inteligencia al servicio de la sensibilidad, a la que borra las fronteras entre la realidad y la ficción y al final no sabes distinguir lo que has vivido de lo que has fantaseado… a la honesta, minuciosa, auténtica, imaginativa y catártica literatura.